top of page
  • Raúl Lorenzo

Chicks



Aquel año, todos los niños de mi escuela tenían pollitos. Se puso de moda, vete a saber por qué, tener pollitos en casa. En verdad, es fácil adivinar el motivo: ¡son adorables, esos animalitos! Tan pequeños, como bolitas de plumón amarillas, y ese tierno piar... Yo no podía ser menos, así que les pedí a mis padres que me comprasen unos cuantos. No me costó convencerlos. Justo al lado de nuestra casa teníamos una pequeña huerta, donde cultivábamos verduras y mis abuelos criaban gallinas. Así que fuimos al mercado agrícola dominical y me compraron una docena. ¡Era más de lo que podía desear! ¡Qué contento iba en el coche de mi padre, de vuelta a casa, con la caja de cartón llena de pollitos que no paraban de piar!


Cada tarde, después de hacer los deberes, me dirigía a la huerta, al rincón del alpendre donde habíamos colocado la caja con los pollitos. El tiempo pasaba realmente rápido cuando los contemplaba. Los acariciaba, les daba de comer, los soltaba e iba tras ellos a recogerlos… ¡Eran mis juguetes favoritos!


Cuando llegaba el domingo, cumplidamente iba a comprarles rollón al molino de gofio del pueblo. Me acompañaba mi amigo Miguel, quien también tenía sus propios pollitos. Aún recuerdo el intenso olor a millo tostado de aquel lugar.


Las semanas transcurrieron idílicamente en mi pequeña granja avícola. Me sentía responsable de aquellas lindas avecillas y ejercía de buen padre para ellas. Veía crecer a los pollitos con ilusión: era muestra de que los cuidaba como debía y de que todo marchaba bien. De cuando en cuando, mis padres se acercaban y les echaban un vistazo. Estaban contentos con mi responsabilidad asumida y con el correcto crecimiento de los pollitos.


Pero crecieron y crecieron, y dejaron de ser aquellos adorables pollitos casi de peluche, para convertirse en unos pollos de hambre insaciable y actividad frenética. Casi cada semana tenía que doblarles la ración de rollón y la paga que me entregaban mis padres apenas me daba para ello. Ya no podía cogerlos ni acariciarlos, pues a poco que me acercaba a ellos se me abalanzaban en busca de comida. ¡Cuántos picotazos recibí! El cuidado de doce gallinas adolescentes, impertinentes y enervantes había dejado de ser un pasatiempo agradable.


Por otro lado, mis abuelos decidieron que había llegado la hora de juntar mis pollos con sus gallinas, así que les hicieron un lugar en el gallinero. Eso ya eran palabras mayores. Allí estaba el gallo Esteban, de un tamaño descomunal, espolones afilados y muy malas pulgas. No había miembro de mi familia que no hubiese recibido un picotazo suyo. A mí, desde luego, no me iba a tocar ni un dedo porque no pensaba entrar en sus dominios. De esta forma, acabó mi idilio con los pollitos. A partir de entonces, serían mis padres y mis abuelos quienes se ocuparían de ellos.


Tiempo después, en una de esas imágenes que a un niño difícilmente se le pueden borrar de su mente, vi a mi abuela retorcerle el pescuezo a una de mis gallinas. Por más que corrí alejándome del lugar no pude dejar atrás esa imagen. Durante el almuerzo, me negué a probar una sola cucharada de la sopa de pollo que sirvió mi madre.


Aquel día recibí una pequeña lección de vida en mi despertar hacia la madurez.

37 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

La derrota

bottom of page